Tenía 15 años cuando aparecí en la primera página de la sección de Deportes de Diario El Comercio, en una fotografía tras el arco norte que esa tarde defendía Gordon Banks, ese monstruo del arco que fue campeón con Inglaterra. Corría 1970. Era el año del Mundial que coronaría meses más tarde como tricampeón del mundo, al scratch brasileño que manejaba la magia incomparable de Pelé. ‘O Rei’, el primer monarca del fútbol. El humilde garoto que nació entre las garras macabras de la miseria en Tres Corazones, un modesto pueblo santista, en el que era conocido, en sus años infantiles con el mote de ‘Gasolina’.

¿Que hacía en la cancha del Atahualpa, ese miércoles 21 de mayo de 1970? Me había metido como intruso para fungir de pasabolas en un choque amistoso frente a la selección ecuatoriana. No había como ahora, ‘pasapelotas’ con uniforme. Los mozalbetes, y yo era uno de ellos, teníamos asignado una tribuna especial, exactamente la general norte occidental, a la que llamaban ‘la de pavos’, porque la entrada era gratuita. La verdad, ya no me dejaban entrar. Me había estirado como un fideo y me tocaba deambular por las diferentes puertas para gambetear a los porteros. Los dirigentes del fútbol de ese entonces, brillantes desde luego, entendían, que los niños y los jovenzuelos eran los futuros aficionados al fútbol. Los que de la mano de su pasión, se convertirían con el tiempo en clientes y ‘hierbas’ del Atahualpa.

Todavía cuidaba el estadio, la familia Tapia. El padre de Jorge, Gustavo y Clemente, era el encargado de la custodia del primer escenario capitalino. Ahí habitaba esa familia numerosa, que dio grandes jugadores al balompié ecuatoriano. Cuento el detalle, porque la única forma de entrar esa tarde al estadio, sin pasar los controles de rigor, era violando el pequeño hábitat de los Tapia, que tenía la entrada en una de esas cavernas, que ahora son bodegas y que al traspasarla tenía acceso directo a uno de los graderíos de la entrada olímpica y de ahí, varios escalones abajo estaba la cancha. La sagrada cancha del Atahualpa. El mítico escenario capitalino, silencioso testigo de los grandes logros del balompié ecuatoriano en estos últimos tiempos.

Sprint por medio, logré sortear los gritos y las corridas amenazantes de los ‘dueños de casa’ y escapé hacia el terreno de juego. Asustado y transpirado busqué un rincón protector tras un cartel de latón para refugiarme de los ojos de los captores, que estaban encendidos por el descaro con el que había profanado la seguridad de su hogar.

Aun no había saltado la selección que capitaneaba Bobby Moore. En la nuestra, en la opaca y maltratada Tricolor de ese entonces, la gran atracción era Armando ‘Tito’ Larrea, ese puntero maravilloso, que metía gambetas a montones y hacia ‘galletas’ que la tribuna celebraba con sin par emoción. Ganó Inglaterra cómodamente por 2 a 0, pero ‘Tito’ metió tres túneles a los gigantes ingleses e hizo mil malabares por la zurda.

La fotografía señalada, luciendo una gorrita de pana de color café fue mi primer contacto con El Comercio, ese monstruo periodístico que me abriría sus generosas puertas en 1980. Exactamente 10 años después, de esa salvaje e irrespetuosa maniobra que me permitió mirar por primera vez en la vida, el juego del fútbol profesional a escasos metros de distancia. Ahí en mi misma cara, sintiendo el ruido de las fricciones y el silbido de los taponazos. Era la magia que solo despierta la bendita pelota de fútbol, como se refería al balón, Carlos Efraín Machado. ese maestro incomparable del periodismo. Hasta la próxima …

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