Vence Biniam Girmay, el esperado, y lo celebra en el podio, agita la botella de prosecco rosa y el tapón sale tan rápido, mejor, fulminante, un fogonazo, como es él, el sprinter africano, el ciclista de Asmara, en la última recta, velocidad tremenda mantenida durante 400 metros que sorprende a Mathieu van der Poel, el divino, y es incapaz de cerrar el hueco, y el tapón de corcho gordo, igual, es como él, un proyectil incontrolado que le golpea en el ojo izquierdo, y le ciega.

Hora y media después regresa al hotel con un parche en el ojo dañado. No hay más información. El equipo señala que hasta el miércoles por la mañana no informará de la condición del corredor, doble protagonista de lo extraordinario en una etapa del Giro, y de su capacidad para proseguir en el Giro. Las posibilidades de continuar, fuentes cercanas al equipo informaron, eran escasas. Con solo visión en un ojo, un ciclista no puede ir en un pelotón.

La celebración de un hecho histórico —porque histórico es, y no solo para el Giro de Italia o para el ciclismo o para el deporte, sino para todo un continente, que un ciclista de la África negra gane una etapa en una gran vuelta de un deporte, tan arraigado en la cultura de la vieja Europa— se convierte, así, en menos de lo que se tarda en contarlo, en un drama que roza la tragedia. 17 de mayo de 2022, martes, un día inolvidable. Batido, antes de cruzar la línea, Van der Poel le da su aprobación al vencedor levantando su pulgar derecho, vale, bárbaro; la sala de prensa del Giro, periodistas que buscan historias que saquen del sopor el relato de una carrera sin aristas, hasta ahora, se pone a aplaudir loca; Juanpe, siempre de rosa tras un esfuerzo que como todos los que protagoniza parece excesivo, le abraza nada más cruzar la meta, y también Van der Poel. El héroe, Girmay, es un chaval nacido en el año 2000 que corre en bicicleta con la determinación de quien se siente el elegido para una misión.

Todo es extraordinario por un segundo bajo el sol habitual de Jesi, en las Marcas, los antiguos estados pontificios, donde Leopardi, romántico, poeta, pensador, sacó la cabeza por encima de la mediocridad en una tierra donde los curas, dueños de las tierras, permitían que comieran bien todos, que no pasara hambre nadie, siempre que aceptara sumisamente el orden natural de las cosas, que no fueran ni muy malos ni muy buenos, ni más ni menos. Y pasadas las playas adriáticas, todas iguales, la geometría repetida de la tumbona simétrica destruyendo las líneas de la naturaleza en la costa adriática, bajo el monte Conero, hueco, se entra en Recanati, la biblioteca desde la que Leopardi demolió todo el pensamiento conservador en un triunfo breve, sepultado rápidamente, de nuevo, por el olor a incienso de las iglesias y el polvo de Macerata, de Loreto, gris. Recanati, el pueblo del pensador, en lo alto de la colina, es un muro de asfalto hacia el monte. Y Van der Poel, el inquieto, rinde honores al poeta romántico cuando rompe el cambio de su bicicleta.

Es el momento de un alarde, una exhibición de clase que deja sin palabras a los exciclistas, Saligari, Petacchi, que comentan para la RAI, estupefactos por la calma con la que cambia de bici, por la limpieza con la que regresa al pelotón, él solo, sin aprovechar para apalancarse cuando su director le ofrece un bidón, sin coger la rueda de los coches, cogiendo al vuelo, a 70 por hora, con una habilidad de prestidigitador una bolsita de hielo de la mano de un auxiliar en un coche. Y colocándosela en el cuello, vuelta a pedalear. Petacchi le grita, pero, burro, aprovecha, vete a rueda, agárrate, que este esfuerzo lo vas a pagar, no seas insensato, pero, amigo, qué clase, dios mío.

Leopardi y Van der Poel. Todos los excesos serán castigados, prometen los mediocres, lo que acelera más aún la voluntad, las ganas de tocar las narices, del neerlandés, siempre protagonista. Y a su rueda, encolado, Girmay, que quiere ser como él, que lo está siendo, y aprende y coge al vuelo, no la bolsa de hielo que le refresque el primer día de calor verdadero en Italia, sino todos los detalles de los campeones, a los que no imita, sino mejora.

Los colonizadores italianos, el nuevo imperio romano de Mussolini, crearon Asmara, la pequeña Roma, y llevaron sus bicicletas y su afición al ciclismo al país del levante africano. Cuando se fueron, derrotados en el 41, dejaron las bicicletas y la afición al ciclismo, que Girmay, y otros muchos, heredaron e hicieron fructificar. Y, en un momento en el que Italia llora porque sus buenos ciclistas son viejos, Pozzovivo, que trabaja para Girmay, Nibali, que solo ataca bajando, llega con su bicicleta a reconquistar el mundo en el nombre de un continente, África. La ironía histórica, la reescritura.

Un talento único, un ciclista veloz y resistente, capaz de pasar la media montaña, un Van der Poel en cierta manera, sin su gusto por el gasto inútil, por el exceso, Girmay obtuvo una beca de la UCI, que lo alojó en su centro de formación en Suiza. Lo fichó luego un equipo francés y acabó, tras tantas experiencias y solo 22 años, y una hija, en el Intermarché belga. Asombró a los que nunca le habían visto quedando segundo en el Mundial sub 23 de Lovaina. Ganó en marzo la Gante-Wevelgem, una clásica de pavés, y dijo: “Lo hago en el nombre de África”.

Vive en San Marino. Se equivoca en una curva en el último descenso y parece que ya dice adiós, pero reaparece a la rueda de Van der Poel, y Pozzovivo comienza a lanzar el sprint, ligera cuesta arriba. Van der Poel, los ojos clavados en el italiano, absorto, percibe demasiado tarde que, como un tapón de champán, fulminante, dañino, Girmay arranca por su derecha. Le sorprende. Le derrota. Se sienta en el sillín Van der Poel, que derrotó a Girmay en el mano a mano del primer día en Hungría, y aquel día, siempre estrena las historias el neerlandés, ya se dio Van der Poel en un ojo con el tapón de la botella celebratoria, pero más levemente. Baja la cabeza. “Un día extraordinario. Estoy estupefacto”, dice Girmay, antes de que el tapón le ciegue. “He ganado mi primera etapa en mi primera grande. Esto es una gran historia para mí y para todos los africanos. Ya sabemos que todo es posible”. Y el mundo, con la boca abierta, asiente, y respeta, y dice, hay que ser un fenómeno de verdad para hacer sentarse a Van der Poel en una llegada como esta. La etapa, una sucesión de colinas, un continuo subibaja, ha sido tan dura que solo 30 corredores llegan a la meta en el primer pelotón. Y la ha ganado un ciclista de la África negra.

Noticia tomada de EL PAÍS

 

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